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Siempre he creído que las mejores cosas de la vida nacen de pequeños momentos que nos marcan profundamente. Mi historia con el café comenzó cuando tenía 20 años. Por aquel entonces, mis tíos estaban iniciando una cafetería y me invitaron a ser parte del proyecto. Aunque finalmente no se concretó, ese primer contacto sembró en mí una curiosidad que con el tiempo se convirtió en pasión.

Pasaron unos años y conocí a Alejandro, un caficultor de los de verdad, de esos que entienden cada matiz del suelo, cada detalle del cultivo y la magia detrás de una buena cosecha. Con él, aprendí algo fundamental: el café no solo es una bebida, es el resultado del esfuerzo y la dedicación de quienes trabajan la tierra. Esos productores, los caficultores, son el corazón de esta cultura. Fue ahí cuando entendí la importancia de valorar y dar visibilidad a su trabajo.

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